Es cierto que se puede comer juane cuando a uno se le antoje, cualquier día, a cualquier hora, pero los paisanos de la selva peruana saben que nada se compara al momento supremo de disfrutar de esta delicia en la fecha central de la fiesta patronal, el mismísimo 24 de junio. ¡Eso es cosa de dioses, señores!
Porque no me dejarán mentir que no es lo mismo comprarse un juane y comerlo en cualquier circunstancia, a sentir que se toca el cielo saboreando uno preparado por las santas manos de nuestra abuela o madre, en cuya preparación incluso uno participa.
Sí, porque eso es un rito, es tradición familiar, es parte de nuestra cultura. El juane une, todos en casa participan en su elaboración. Desde los más chicos hasta los de mayor edad. Para hilachar la fibra de bombonaje con el que se le amarra, limpiar y amortiguar las hojas de bijao -si son las wira wira, mejor-, sancochar los huevos duros y batir otros más para mezclarlos luego con el arroz ya guisado, así como cocinar las presas de gallina cuya sustancia es el mejor levanta muertos del mundo. Es decir, lo que faltan son manos para la preparación, todos bajo el mando de la más experta.
El juane es comunión, es compartir, desde la cocina hasta el comedor. Incluso va más allá, a la casa de los compadres, otros familiares o vecinos queridos. Hay un intercambio de chichas y juanes, pues.
El día de San Juan, en las regiones de la selva, no hay hogar donde no se desayune, almuerce y cene, juane. A algunos les gusta fríos, a otros calientes -a mi eso me da lo mismo-. Eso sí, acompañado de su frejolito ucayalino mela mela; de su inguiri -plátano verde sancochado- o maduritos fritos; de su salsa de cocona, con su pepino picadito con cebolla y ajíes charapitas. Y claro, infaltable su chicha regional, en su punto.
Por todo esto y mucho más, su majestad el juane es el plato típico más popular de la Amazonía peruana. Y aunque esto puede provocar más de un debate entre los paisanos, yo me atrevo a afirmarlo.
Porque es inconcebible una celebración de la fiesta de San Juan sin los juanes, cuya forma redonda, precisamente, simula la cabeza del santo que bautizó a Jesús en el río Jordán.
Comerlo en plato de loza y con cubiertos, o en su propia hoja metiendo la mano, pues, no tiene punto de comparación. Toda una tradición de nuestro pueblo que no debe perderse, que debe ir de boca en boca , de generación en generación. Un sabor incomparable e insuperable, una ceremonia gastronómica digna de los paladares más exigentes.
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