El año 1980, un grupo de civiles cubanos ingresaron a la
fuerza a la embajada de Perú en La Habana, lo que dio origen, meses después, a
una de las más grandes migraciones, 125 mil personas de la isla hacia los EE.UU.,
a la que el mundo conoció como el éxodo del Mariel. No demoró para que a los
actos delictivos que se registraran en las calles de Miami le pusieran la marca
registrada de los recién llegados. Droga, prostitución, robos y asesinatos,
eran titulares en los medios de comunicación locales. “Fidel (Castro) abrió las
puertas de Cuba para que vayan a USA, a la escoria de su país”, es lo que se
decía en la época. Expresión tremendamente injusta con los miles y miles de
gente honesta y trabajadora que llegaron al gran país del norte en busca de un
destino diferente.
A lo largo de estos años, hemos sido testigos de esas
salidas sacrificadas de su país de origen de caravanas dramáticas de seres
humanos que, poniendo sobre el hombro el equipaje de su esperanza o porque
huyen de una situación insostenible en la tierra que los vio nacer, cruzaban
fronteras y mares, venciendo kilómetros de distancias para llegar como
refugiados a otras naciones.
Lo que ahora ocurre con los venezolanos no es, desgraciadamente,
la primera “avalancha” de personas de una nación a otra. En mayor o menor
cantidad llegaron en su momento, chinos, japoneses, judíos, musulmanes,
cubanos, colombianos y europeos huyendo de las guerras mundiales; de las crisis
económicas y políticas, del segregacionismo.
A Iquitos, llegaron muchas de estas personas, desde su
origen la casa del Dios del Amor albergó a ciudadanos de diferentes lugares del
mundo. Incluso en los tiempos del terrorismo, nuestros mismos connacionales, dejaron
sus terruños despavoridos porque Sendero Luminoso y el MRTA sembraron la muerte
y el terror, en alianza con el narcotráfico. Desde mediados de los 80, familias
enteras se instalaron para rehacer sus vidas y surgir empresarialmente por
estos lares.
Hoy tenemos a muchos colombianos y venezolanos, de hecho,
hay de todo. Lamentablemente un porcentaje de estos exiliados se han visto involucrados
en una serie de delitos. Pero resulta muy injusto y hasta inhumano, que por
culpa de estos, se tenga que lapidar y señalar a todos como lo peor de lo peor,
de los que habitan este planeta.
Acaso no nos incomoda, sufrimos y nos duele en el alma,
cuando a los peruanos en el extranjero -muchos de ellos familiares, amigos o conocidos
nuestros-, les meten en el mismo costal, todo porque hay muchos que por buscar
la vida y el dinero fácil se vuelven protagonistas de las noticias policiales. Ahí
están los “peruchos”, repudiados y alojados en gran número en cárceles acusados
principalmente por tráfico de drogas, estafa, robos y hasta asesinatos. Es que
de todo hay en la viña del señor, en todos lados se cuecen habas. Hay buenos y
malos. Pillos y honestos. Vagos y chambas, aquí y en la “Conchinchina”. No
seamos pues, migrantes xenófobos.
Por eso, nos resulta tremendamente indignante, que con una temeraria
facilidad, con un tufillo discriminador y xenófobo, se pretenda medir con la
misma vara a todos los forasteros. En estos
tiempos donde generalizar es el gesto más irresponsable y cobarde, solo nos
queda rechazar con firmeza esta cultura del odio contra todo aquel que viene de
fuera.
Si alguien comete un delito, pues sin contemplación alguna
que vaya a parar a la cárcel. Sea quien sea y venga de donde venga. Eso lo
tienen muy claro, incluso, los propios extranjeros, quienes por esta triste y
dolorosa realidad se ven obligados por el griterío de la muchedumbre y,
consecuentemente, la presión mediática, a cargar tan pesada cruz.
Por tantos. Por los más. Por el mayor porcentaje de
migrantes -principalmente venezolanos y colombianos- honestos, trabajadores,
buenos vecinos, gente de bien, personas respetuosas y respetables. Ya basta de
tanto odio irresponsable y simplón.
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